CRÍTICA| Behind the Candelabra

Presentada en el último Festival de Cannes y recién estrenada para la televisión (en la cadena norteamericana HBO), Behind the Candelabra cuenta la relación entre el músico-entertainer Liberace (Michael Douglas) y uno de sus jóvenes amantes, Scott Thorson (Matt Damon), con el que compartió 5 años de su vida –un periodo comprendido entre 1977 y 1982–. El film supone además la despedida de Steven Soderbergh como director –un adiós largamente anunciado y poco probable –y de Marvin Hamlisch (Tal como éramos, El golpe o La decisión de Sophie), célebre compositor y arreglista, fallecido el pasado mes de agosto, encargado aquí de la adaptación de los temas musicales. El guión firmado por Richard LaGravanese (El rey pescador, Los puentes de Madison) se basa en el libro del propio Scott Thorson sobre sus vivencias con el singular artista. Un proyecto que los estudios de Hollywood rechazaron por considerarlo demasiado gay –indigno razonamiento en pleno siglo XXI– y que acabó recibiendo cobijo y alas en la televisión por cable; al parecer, hoy día, sinónimo de libertad creativa –¿será por eso que muchos cineastas están migrando hacia el medio catódico?–.

 

Hechas las introducciones, vamos con el telefilm. Behind the Candelabra nos presenta a Scott Thorson a la edad de 17 años –Damon tiene 42 pero quién lo diría– en un cálido hogar adoptivo, trabajando como cuidador de animales y teniendo sus primeras experiencias homosexuales. Una de sus citas, Bob (Scott Bakula), lo lleva a ver un espectáculo en Las Vegas para presentarle a su amigo Liberace (Lee para los íntimos). Scott se siente deslumbrado por el famoso artista, de la misma forma que éste se queda prendado del bello e ingenuo muchacho. Se suceden los encuentros y, finalmente, Thorson accede a trabajar para Lee. A partir de ahí comienzan una relación de 5 años que acaba con una demanda judicial por parte de Scott a modo de divorcio, que exige a Liberace una pensión alimenticia por valor de 133 millones de dólares. Entre medias, afectos y desafectos, complicidades y peleas, cirugías plásticas y pastillas para adelgazar, infidelidades y adicciones… En definitiva, todo el catálogo imaginable en cualquier biopic que se precie con estrellas del espectáculo de por medio. Sólo que aquí el trayecto de ascenso y caída no se aplica tanto al famoso en cuestión como al anónimo acompañante (Thorson), pues no en vano la historia está contada desde su punto de vista.

 

Así, Scott Thorson es la espina dorsal de este relato y su itinerario de “don nadie” hasta conseguir rodearse de fama y fortuna, y vuelta a ser un “don nadie”, adquiere tintes fáusticos. Su Mefistófeles particular es un viejo artista, Liberace (Lee para los amigos), interesado en su juventud, en su belleza, en ejercer como padre, amante y amigo. A cambio le ofrece riqueza y la ansiada figura paterna (pretende adoptarlo legalmente). No obstante, el pacto tiene más exigencias de las que en un principio parecen –y no sólo sexuales–: Lee quiere que Scott se parezca más a él, como si se tratara de su hijo –con toda la connotación incestuosa del asunto– o una proyección de sí mismo más joven. Y no duda en pedir ayuda a un cirujano plástico (un Rob Lowe bordeando la caricatura). El maleable Thorson duda, pero sólo quiere complacer al que paga las facturas y se somete a las operaciones –algo todavía más dramático si observamos los efectos en el rostro de Matt Damon–, se vuelve adicto a las pastillas para adelgazar y, más tarde, a la cocaína. Así es como el juguete de Liberace se rompe. Scott, convertido en un muñeco roto y fuera de control, es apartado, desterrado del reino de la fama y la fortuna. En realidad, todo era un artificio. ¿Trágico no?

 

Pero a Steven Soderbergh le interesa poco el aspecto trágico del argumento y apuesta más por la comedia negra, por conseguir que simpaticemos con el diablo y su capa de plumas –algo en parte logrado gracias a la divertida interpretación que hace Michael Douglas de un atento y cariñoso, al tiempo que manipulador y caprichoso, Liberace–, por adentrarnos en esta historia de dependencias afectivas y económicas a ratos cruel, a ratos cómica. Se agradece que Soderbergh se haya liberado de ese lastre llamado “lo políticamente correcto” y muestre la relación entre los dos protagonistas sin eludir aspectos incómodos de la misma (sexo, adicciones, conversaciones de alcoba…). La relación entre Liberace y Scott está muy lejos de ser modélica, pero eso es lo que la hace tan valiosa y reivindicable –su diferencia de edad, la forma en la que se complementan o apoyan mutuamente ante la adversidad…–, aunque por el contexto histórico y su naturaleza excesiva esté condenada a extinguirse. Al final, y echando mano más de la ironía que del drama, tan trágica resulta la figura del “don nadie” como la de su particular Mefisto, escondido tras un personaje, viviendo una doble vida, repitiendo continuamente la misma pauta (en busca del juguete definitivo) y temeroso de ser descubierto.

 

A Behind the Candelabra le falta, no obstante, calibre, rotundidad y, si me apuran, un poquito más de atrevimiento. Y que no se me entienda mal, me refiero a atrevimiento cinematográfico porque de lubricidad anda bien servida –aunque en lo lúbrico no hay una medida estándar–. Por ejemplo, que se pareciera más a El crespúsculo de los dioses de Billy Wilder, con cuyo argumento emparenta muy bien, y menos a Boogie Nights de Paul Thomas Anderson –Matt Damon recuerda mucho al personaje de Mark Wahlberg en aquella película–. Es decir, minimizar la triste historia del pobre cachorrillo abandonado en busca de familia y profundizar algo más en la insana locura (y consecuentes secuelas) de la fama y la fortuna, de la hipocresía que rodea a las relaciones surgidas en ese contexto y la sumisión al dinero en última instancia. Soderbergh, sin embargo, parece más fascinado por las excentricidades de la pareja, por sus continuas visitas al quirófano, por retratar la recargada opulencia de los ambientes kitsch que habitan y por contemplar el supuesto afecto que se profesan. Quizás el director de Traffic quiera más a sus personajes que el mordaz Wilder, pero esa falta de agudeza le resta trascendencia al conjunto.

 

Con todo, lo cierto es que funciona milagrosamente y eso se debe en gran medida a una espléndida dirección de actores, marca de la casa: una irreconocible Debbie Reynolds (curiosamente, amiga íntima del auténtico Liberace) como la madre del artista, un preciso y grave Dan Aykroyd como su implacable representante, el insuperable Michael Douglas como Lee y, sobre todo, Matt Damon en su mejor interpretación hasta la fecha –también la más difícil–. Damon nos lleva por los distintos estados de ánimo en el recorrido vital de su personaje: desde la fascinación y el afecto en los inicios de la relación, al miedo, la inseguridad, los celos, el caos y la rabia en su declive. Es probable que con otro director no se hubiera atrevido a tanto, pero Steven Soderbergh es un viejo conocido del actor –hasta 7 veces han trabajado juntos–. Si Damon necesita a Soderbergh para extraer semejantes dosis de talento en pantalla, vamos a tener que rogar a este último que por favor no se retire. 7.5/10.

 

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