cinemaseries Sun, 13 Oct 2013 13:45:04 +0000 en hourly 1 http://wordpress.org/?v=3.0.5 cinemaseries no cinemaseries /wp-content/plugins/powerpress/rss_default.jpg Críticas: ‘La herida’ de Fernando Franco y ‘Caníbal’ de Manuel Martín Cuenca /?p=87411 /?p=87411#comments Sun, 13 Oct 2013 12:34:58 +0000 óscar pablos /?p=87411 Continue reading ]]>

Acaban de estrenarse dos producciones nacionales que pudieron verse en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián. Dos propuestas tan valientes como heterodoxas con otro signo en común: su sorprendente capacidad para no provocar la indiferencia que, en líneas generales, solemos asociar al cine hecho y exhibido en España.

 

La herida

 

Concebida en los márgenes de una industria cinematográfica española necesitada de fortísimos estímulos1, pero también de proyectos arriesgados y audaces que puedan demostrar la heterogeneidad y riqueza de un cine nacional que peca, en ocasiones, de cierto estancamiento en cuanto a libertad creativa se refiere, La herida se convierte en perfecto ejemplo de toda esta coyuntura, tanto la económica como la meramente artística.

 

El primer largometraje de Fernando Franco –montador de títulos como Blancanieves, Alacrán enamorado o No tengas miedo– se enfrenta al riesgo de una forma casi temeraria. El planteamiento, en su concepción, tiene incluso algo de kamikaze: seguir la vida de Ana (Marian Álvarez) durante aproximadamente un año, la relación con su enfermedad –el trastorno límite de la personalidad o borderline– y con los seres que la rodean, principalmente su madre (Rosana Pastor), su novio (Andrés Gertrudix) y su compañero de trabajo (Manolo Solo). Dicho trastorno la llevará a autolesionarse, pero también a tener un comportamiento impredecible con su entorno, tanto el más cercano como el que no lo es.

 

El propio director ha comentado que el proyecto nació como un documental que finalmente tuvo que descartar, y en ese origen se descubre la atrevida desnudez de un retrato en primerísimo plano, siempre pendiente del cuerpo y el rostro de Ana. La cámara la sigue (o persigue) como si estuviera pegada a su piel, su punto de vista es el de ella y el resto queda entrevisto en un fuera de campo tan vacío como desolador. La depuración, en este sentido, es extrema. Y el inequívoco vínculo con otro ser a la deriva, Rosetta (Jean Pierre & Luc Dardenne, 1999), más que manifiesto.

 

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La radicalidad formal y el rigor a la hora de plantear este espinoso tema impiden que La herida adquiera la peligrosa etiqueta de film social o de autoayuda. Franco, en connivencia con su coguionista Enric Rufas, evita nombrar el trastorno que padece el personaje de Ana. Su infierno personal no necesita de explicaciones, se eluden conscientemente los juicios de valor y desaparece cualquier convención dramática que pudiera subrayar el desequilibrio emocional de la protagonista. La herida es, este sentido, una sincera inmersión sensorial en la enfermedad invisible, en el horror que conlleva cualquier tipo de autodestrucción, en la temida infelicidad.

 

Mención aparte adquiere la descarnada y medida interpretación de Marian Alvárez2. La autenticidad que adquiere su impresionante trabajo es esencial para comprender los logros de La herida. Su interpretación es un generoso acto de amor volcado en un proyecto nacido con una férrea voluntad de permanecer ajeno a modas y convenciones imperantes. Casi un suicidio artístico. 8.

 

Caníbal

 

El último trabajo de Manuel Martín Cuenca (La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas) cuestiona, aunque sea en voz baja, la representación tradicional de la figura del psicópata en el ámbito de los géneros cinematográficos. Caníbal podría haber sido una típica película de terror pendiente en exceso de la carne y la sangre, pero en manos de su director no lo es. Y dicha disyuntiva nos provoca una cierta extrañeza, ya que no estamos habituados a que se retrate, desde la estricta ficción, la figura de un perturbado desde una perspectiva terriblemente cotidiana, incluso realista. Y mucho menos dentro del cine español3.

 

Y en esta incómoda cotidianidad se asienta Caníbal, articulada principalmente en el personaje del solitario Carlos (Antonio de la Torre), de profesión sastre distinguido y asesino de mujeres en sus ratos libres. Seremos testigos de su meticulosa forma de trabajo, pero también del minucioso modus operandi que lo define como astuto criminal. Y, como marco geográfico, la capital de Granada y sus alrededores, entre otros una espectacular Sierra Nevada. Que la elegida sea una ciudad de provincias donde el peso de la tradición cobra un especial protagonismo (la simbología religiosa está presente en la historia de una manera muy significativa) pone de relieve, aún más, la soledad de Carlos y su despótica necesidad de sobrevivir en un círculo que se prevé asfixiante. Y su desahogo se percibe, o se intuye, comiéndose sin remordimiento las jóvenes y atractivas víctimas que caza. Así de crudo.

 

Caníbal es una película poderosamente atmosférica. En este sentido, la fotografía4, la dirección de arte y el diseño de sonido juegan un papel fundamental a la hora de plasmar tanto la opresión del ambiente como los actos de terror generados por el protagonista. Sus rituales, tanto los comunes como los extraordinarios, están rodados con precisa elegancia y destacable contención. El reposado guión –escrito por Alejandro Hernández y el propio Martín Cuenca5–, así parece exigirlo.

 

Pero llega un momento en el que el monstruo se humaniza, y aquí aparece el dilema moral. La percepción cambia y nuestra opinión sobre Carlos se estrella. ¿Puede un ser tan repugnante enamorarse? ¿Creemos verosímil este sentimiento, quizás largamente agazapado por razones desconocidas? Caníbal es un film compuesto de intrigantes intuiciones, donde el silencio y la elipsis son tan importantes como los aterradores hechos que se describen. Se podría pensar que la aparición de este signo redentor elevaría la emotividad del relato, hasta entonces inexistente, pero no es así. La frialdad del conjunto es notoria, tanto para lo bueno como para lo malo.

 

Martín Cuenca, cómodamente instalado en la creación de turbios relatos donde el tabú se transfigura en protagonista (su anterior trabajo, La mitad de Óscar, comparte no pocas semejanzas temáticas y formales con ésta), dirige con acertada contención a Antonio de la Torre y a la prometedora actriz rumana Olimpia Melinte: ambos son parte esencial de este estilizado estudio sobre el mal y sus incomprensibles ramificaciones. Y aunque Caníbal adolece de un manifiesto exceso de cálculo, el mismo no consigue empañar por completo el desafiante resultado final. 6.

 

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1 Evidentemente, no ayuda la imperdonable, por abusiva, subida del IVA, la consecuente disminución de espectadores y la alarmante reducción del número de rodajes en nuestro país, por ejemplo.

 

2 La actriz obtuvo la Concha de Plata a la mejor interpretación femenina en el pasado Festival de Cine de San Sebastián. La película también obtuvo el Premio Especial del Jurado, galardones otorgados por un jurado que presidió el director norteamericano Todd Haynes.

 

3 Habría que remontarse, quizás, a Las horas del día (2003). La película de Jaime Rosales retrataba, con inusual verismo, a un asesino de vida aparentemente normal residente en las afueras de Barcelona. Lo protagonizaba un notable Álex Brendemühl.

 

4 Un excelente trabajo realizado por Pau Estebe Birba, y que obtuvo recompensa en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián.

 

5 Un guión inspirado libremente en la novela Caríbal, escrita por el cubano Humberto Arenal.

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Otra mirada sobre ‘Breaking Bad’ /?p=87379 /?p=87379#comments Sat, 12 Oct 2013 13:26:27 +0000 Elisenda N Frisach /?p=87379 Continue reading ]]> Que Breaking Bad se ha convertido en uno de los fenómenos catódicos más relevantes de los últimos años, supongo que es un hecho que más o menos nadie discute. Lo que tal vez convenga poner en tela de juicio es si merece el éxito de crítica y público que ha tenido, aparte de preguntarse a cerca de su futuro, esto es, si el tiempo la tratará bien o se verá como una propuesta sobrevalorada por la inmediatez y el entusiasmo colectivo, y a la postre lastrada por sus deficiencias y su inevitable servidumbre a la audiencia.

 

Tras esta introducción, vaya por delante que considero a Breaking Bad una buena serie, y que no podría ser de otra manera teniendo en cuenta las virtudes, objetivas, que posee: guiones ingeniosos, grandes interpretaciones, etc. Lo que ya no queda tan claro es que sea una serie sobresaliente, de esas que expanden y/o revolucionan el medio, como lo hicieron en su momento Retorno a Brideshead, Twin Peaks o Los Soprano. Mi propósito es tratar, por tanto, de hacer un recorrido somero por la serie, y sopesar sus puntos fuertes y débiles, para que se pueda decidir hacia qué lado se decanta la balanza; o si se decanta en absoluto.

 

Empecemos, lógicamente, por su primera temporada: aunque bien es verdad que se vio afectada por la famosa huelga de escritores de Hollywood del 2007-2008, algo que además redujo su número de capítulos a siete, lo cierto es que el tono de tragicomedia burda que predomina en esta primera etapa ya queda impreso desde su mismo su piloto; un piloto, por otra parte, que evidencia asimismo un deseo de epatar al espectador con unos giros supuestamente sorpresivos pero que, a poco que se haya visto previamente una película de Tarantino o los hermanos Coen –no estoy hablando de cineastas minoritarios–, son totalmente previsibles. Aun así, lo peor del arranque de Breaking Bad reside en el deficiente uso del humor negro. Y es que, para practicarlo con habilidad, hay que ser un verdadero maestro.

 

En cualquier caso, justo es decir que esta primera temporada cuenta con un par de episodios muy buenos (“Cancer Man” y “Crazy Handful of Nothin”), que ya insinúan un sustrato temático y una ambición autorial que permiten al espectador advertir que quizá no se encuentre ante la típica producción, en apariencia transgresora pero en el fondo muy convencional, de fascinación hacia la violencia y la ilegalidad; un tipo de creaciones, dicho sea de paso, en general destinadas a un público masculino.

 

Por lo que atañe a la segunda temporada, ya constituida con la medida estándar de trece capítulos, padece una chirriante disensión entre el poso temático de la serie, la trama que se desarrolla y la plasmación visual de ambas. Así, mientras los personajes principales se nos van perfilando como seres paulatinamente más complejos y contradictorios –a lo que sin duda contribuye la introducción de grandes secundarios como Saul, Mike o Jane–, la derivación de la trama hacia un final al límite de la verosimilitud, basado en un cúmulo de coincidencias forzadas, propias de un escritor amateur, y, encima, anticipado de forma tan tramposa como pretenciosa –esos flashforward en blanco y negro con el osito violeta que tanto recuerdan al abrigo de la niña en La lista de Schindler…–, saldan la temporada con la sensación de que las bienintencionadas intenciones temáticas de sus responsables –o cómo nuestros actos siempre tienen consecuencias– no se encuentran correctamente plasmadas a causa de una búsqueda estéril del efecto sorpresivo. Y, en este sentido, las cámaras aceleradas, los encuadres imposibles, los desenfoques y otro tipo de amaneramientos visuales que abundan en los episodios de esta segunda etapa, por no mencionar ese inexplicable y gratuito videoclip que abre el episodio “Negro y azul”, casi son anecdóticos en el global del tono autocomplaciente e impostado que caracteriza la peor temporada de la serie.

 

Deviene muy reconfortante, pues, que Breaking Bad logre, en su tercera tongada de episodios, un resultado tan notable. Porque, a partir de “Kafkaesque”, se produce el punto de inflexión de la serie, cuando finalmente adquiere su voz personal, su estilo definitivo y cincelado, al dosificar los efectismos de la realización y ponerlos al servicio de la historia, y no al revés. Una vez se desprende de los últimos coletazos de esa retórica de fatuo postmodernismo que aún arrastraba (léase los dos hermanos mexicanos, el ojo del peluche…), la trama y la dirección se hacen más convencionales, pero también más sólidas, y ya se augura la progresiva decantación del relato más hacia el llanto que hacia la risa. Ello coincide con la asunción del protagonista de su nuevo papel, el del mejor cocinero de metanfetamina de la historia; un papel del que no debería enorgullecerse y que, sin embargo, alentado por la desesperación y el rencor, le gusta cada vez más. Y es que durante cincuenta años ha dormitado en el interior del pacífico profesor White un ego desmedido, solo equiparable a sus capacidades intelectuales. El elemento corruptor y demoníaco del poder, combinado con las tensas relaciones que ello propicia entre Walter (Bryan Cranston) y los que quiere –especialmente con Jesse (Aaron Paul)–, además del tono hiperbólico característico de la obra, darán al discurso, desde este momento, una pátina de tragedia clásica, en la que incluso resuenan leves ecos del doloroso fatuum familiar de los Labdácidas o los Atridas y de los dramas políticos de Shakespeare (Macbeth, Ricardo III, Julio César…). En este sentido, la tercera parte de la serie cuenta con dos de sus mejores episodios: el ya icónico “Fly” (tan divertido como profundo, y con una dirección y una concepción abstractas y estáticas, que priorizan el cimiento temático y psicológico del argumento a las peripecias de la acción) y “Full Measure”, que cierra esta temporada con uno de los cliffhangers más desgarradores vistos en televisión.

 

Consciente de la profundidad de los personajes con los que cuenta, y liberada de esa inclinación por la sorpresa banal, la cuarta temporada es un ejercicio modélico de cómo llevar las situaciones al límite sin caer nunca en el giro inverosímil, el truco barato o el engolamiento visual. Y, si por ello casi todos los capítulos de este cuarto segmento están plagados de momentos para el recuerdo ‒me viene a la mente el sutil, y revelador, plano final de la temporada‒, me parece sublime el que se produce en el angustioso episodio “Crawl Space”, cuando converge, con una naturalidad encomiable, la trama de Skyler (Anna Gunn) y su ex-amante Ted (Christopher Cousins) con la principal: ese momento en el que Walt descubre que se ha quedado sin posibilidad de escape, irónicamente por culpa del affaire de su mujer, y el horror más puro se concreta en sus carcajadas dementes ante lo terriblemente cómico de la situación (¿qué mejor metáfora de la absurdidad de la existencia?); un momento estremecedor, que la cámara recoge con una adecuación absoluta, al mostrarlo con un distanciamiento físico y también estético, como si de una ficción dentro de una ficción se tratara, lo que en el plano visual redunda en esa idea de sinsentido, casi de vacuum metafísico.

 

En última instancia, la temporada final, ligeramente más larga (16 episodios), culmina todo cuanto se ha ido fraguando, y no solo a nivel argumental y temático, sino también discursivo; de ahí que la enjundia de las cuestiones de fondo que se tratan y de las situaciones que se plantean impida el humorismo gratuito, el esteticismo exhibicionista, los giros argumentales imposibles y los personajes ridículos cuando no esperpénticos; sin ir más lejos, la familia de Todd (Jesse Plemons) es más creíble, y por ello más temible, que, pongamos por caso, Leonel y Marco Salamanca (Daniel y Luis Moncada).

 

Según lo expuesto, esta última parte goza de una realización irreprochable, perfectamente ajustada a lo que se narra y del todo coherente; dentro, claro está, de las pinceladas grotescas marca de la casa, y que nada tienen de malo si son atemperadas por un pulso firme tras las cámaras y por la solidez y verosimilitud de los diálogos y la intriga. Es en esta temporada cuando se produce, finalmente, la plena asunción de Walter de su condición de villano, y por ello recibe su justo castigo, al perder cuanto le importa realmente. Tres instantes de gran habilidad guionística, y elegantemente resueltos desde el punto de vista de la dirección, jalonan la definitiva conversión del protagonista en otra persona (¿o en la persona que siempre quiso ser?): cuando revela su “identidad secreta” de rey de la meta sin ponerse su “disfraz de superhéroe”, al obligar al líder de la facción competidora a que “diga su nombre” (su nombre profundo, auténtico, el que ahora le define, tomado de forma ilustradora del formulador del Principio de Incertidumbre cuántico); cuando Hank (Dean Norris), deprimido ante el reguero de cadáveres dejado en prisión por el esquivo Heinseberg, lo tacha de “monstruo”, sin saber que está denominando así a su propio interlocutor, ante la indiferencia, casi el desprecio burlón, de este; y la memorable confesión de Walt en la cocina del modesto piso de su esposa (“Lo hice por mí”), casi un año después de que todo su universo se haya desmoronado.

 

En definitiva, vista en conjunto, si por algo destaca Breaking Bad es por articularse sobre un riguroso discurso moral; una premisa férrea muy de agradecer en una época en que la caída de las ideologías y la hipocresía de lo políticamente correcto practicada por los poderosos han abocado a las personas a un relativismo ético tan pernicioso como adocenante. Afortunadamente, Vince Gilligan y los suyos nunca disculpan a Walter. Aunque sea alguien capaz de sufrir y de amar sinceramente; aunque su situación inicial despierte las simpatías, y las comprensiones, del público, y aunque su astucia, talento y maquiavelismo puedan concitar admiración, en todo momento se nos recalca que “el Sr. White” no actúa como un héroe y que no hay nada épico en su inmersión en el submundo criminal de Albuquerque. De ahí que se le presenten innumerables ocasiones para apartarse de esa nueva vida de delito sin sacrificar ni su dignidad ni su salud ni la estabilidad económica de los suyos, y que él las rechace. Y es que, a guisa de un émulo de Fausto o del doctor Frankenstein, se aleja del orden establecido y se adentra en la senda del mal; o más bien se convierte él mismo en la encarnación de ese espíritu rebelde del hombre moderno que, como el Satanás miltoniano, prefiere “gobernar en el infierno” que “servir en el cielo”. El secador de manos que aplasta ante una buena noticia, y que mucho después mirará con melancólico humorismo ante una mala, es un correlato de ese estado de ánimo en el que, abocado a la nada, ya es incapaz de volver a ser el débil que siempre se sometía a la voluntad de los fuertes.

 

Por otro lado, la mencionada trabazón moral que cimienta la totalidad de la pieza también explica que, si bien a lo largo de cuatro temporadas las némesis de Walter White son personas mucho más tétricas y despreciables que él, sabiamente en la que cierra la serie ejercen dicho rol Hank, Jesse y Skyler: tres de sus seres más queridos (y, ya puestos, de los más queridos de la audiencia). Teniendo en cuenta que la obra está encaminada hacia un desenlace climático, dado el tono paroxístico del relato, dejar para el final el desprecio, el asco y hasta el odio de quienes ama el protagonista es de una coherencia realmente encomiable. Porque, ¿qué dice ello sobre la persona que es ahora Walter? ¿Se puede sacrificar la honestidad, la empatía, la conciencia y la ética y seguir siendo amado de verdad? De ahí que, más que para redimirle, la conclusión de la historia sirva para constatar su último y definitivo acto de desafío –finalmente liberado de la fina capa de hipocresía que le cubría y sabedor de que ha perdido el favor de los suyos–, para poder morir con el único lujo del que no ha disfrutado todavía ni siquiera siendo un criminal: sin disimular, sin esconderse, sin arrepentirse. No en vano, el futuro de sus hijos queda asegurado precisamente mediante una coacción a Elliot (Adam Godley) y Gretchen (Jessica Hetch) que se perpetuará incluso estando él muerto; y es que no hay que olvidar que es la soterrada envidia hacia ellos la causa primigenia de todo, la semilla que, abonada por el diagnóstico de cáncer terminal, desata su rabia, su crueldad, su frustración, su odio, su egolatría… En definitiva, su impulso vengativo hacia un Dios en el que ni siquiera cree.

 

Para concluir, y volviendo al punto de partida de este escrito, en la balanza de méritos y deméritos de la serie contamos con dos temporadas magníficas y dos desiguales, junto a una tercera de transición; con unas deslumbrantes actuaciones de todo el reparto en general, y de Bryan Cranston en particular; con episodios de una realización inteligente, y sutil, repletos de detalles de lujo que le dan una textura hasta alegórica, y con un discurso muy sólido y coherente narrativa y temáticamente hablando. Pero también existe una búsqueda de la complicidad del televidente por momentos demasiado obvia; un humorismo a menudo postizo, deficiente; una estética visual que, en sus peores tramos, confunde originalidad con barroquismo cool; autocitas gratuitas, cuando no sonrojantes por su onanismo, o elipsis bruscas que responden al recurso fácil de contar en off lo que resulta muy difícil de concatenar. ¿Estamos, pues, ante un empate técnico? Solamente el tiempo lo puede decir. Lo que sí es innegable es que ha sido un revulsivo altamente adictivo… Y que echaremos mucho de menos a Breaking Bad.

 

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‘Homeland’ 3ª Temporada: Primeras impresiones /?p=87244 /?p=87244#comments Tue, 08 Oct 2013 14:04:04 +0000 Jesús Acosta /?p=87244 Continue reading ]]> Algo pasa con Homeland. Parece que sus guionistas no se aclaran sobre el enfoque que quieren darle a la serie. Es como si estuvieran probando a ver qué sale. En la primera temporada el tono de la ficción protagonizada por Claire Danes intentaba compaginar el realismo con la tensión dramática. Todo era un enigma y, hasta cierto punto, funcionaba el desconocimiento que los espectadores teníamos sobre las verdaderas intenciones de Brody (Damian Lewis). Pero todo cambió en la segunda temporada, donde se pasó a un tono de acción pulp (ese marcapasos…), donde se sucedían tramas a velocidad de vértigo en un in crescendo continuo que al final sólo duró la mitad de los capítulos, pues habían quemado para entonces todas las posibilidades antes de poder llegar al cierre, lanzando todo el realismo que la serie tuvo alguna vez por la borda. Borrón y cuenta nueva parecen haberse propuesto en esta tercera temporada después de poner a Saul Berenson al mando de la CIA. Parece que ahora, con la siempre enigmática mirada de Mandy Patinkin en primer plano, es hora de replantearse lo que supone ese ataque monumental a la CIA, que tu principal agente en el caso de Brody tenga serios problemas mentales y que, para colmo de males, ayudara a éste, un terrorista confirmado, a escapar de las garras de la ley.

 

Homeland parece estar tomando notas de series como Breaking Bad, donde no hay márgenes para los cabos sueltos, y en estos dos primeros capítulos (Tin man is down y Uh…Oh…Ah…) vemos a un Saul esforzándose por mantener a flote una agencia cuya credibilidad está en entre dicho (“Si no podéis protegeros a vosotros mismos, ¿cómo vais a proteger a este país?”) al tiempo que comprueba en sus carnes que no resulta nada fácil ser el jefe de una agencia de espionaje y seguir manteniendo tu humanidad intacta. Saul parece luchar por salvar a Carrie (Claire Danes) de sí misma, pero a la vez tampoco está dispuesto a que ésta lance piedras y bombas sobre su tejado. Y Carrie, como siempre, vuelve a ser impredecible. Al menos esta vez no se han olvidado de su enfermedad y la bipolaridad de Carrie vuelve a estar presente en la vida de la agente de la CIA hasta sus últimas consecuencias. La agente Mathison se enfrenta a una caza de brujas, a una que la sitúa en el punto de mira sobre las culpas de este nuevo 11-s acometido en la agencia de espionaje más famoso del mundo. Por supuesto, Carrie no se está medicando, y sus actos, delante del comité que la juzga no la dejan precisamente en muy buen lugar. Altamente inestable, Carrie se busca, con cada comentario, con cada amenaza, que le coloquen un diana de objetivo a las espaldas, una con la que la CIA no dudará en encerrarla en un manicomio si es necesario. ¿Qué haría la verdadera agencia de espionaje con Carrie en la realidad? Creo que lo que la serie plantea se queda corto.

 

Y luego está Quinn (Rupert Friend), el misterio personificado. Ese anti-héroe con el don de la ubiquidad que lo mismo amenaza a magnates y jefes de la CIA que tiene remordimientos y paraliza operaciones militares del más alto rango para salvar la vida de un niño. Con Peter Quinn puede pasar como con Nicholas Brody, que al final le den tantos giros al personaje que nos lo dejemos de creer. Si ese es su objetivo, que sigan por este camino porque lo están logrando. Parece que, para los guionistas, aunque la serie quiera volver a explorar un acercamiento más realista, hay una última frontera que no están dispuestos a cruzar. Los encargados de escribir Homeland parecen necesitar un héroe y si éste es un guaperas, mejor que mejor. ¿Qué pasa con Saul? Yo siempre te querré Mandy “Íñigo Montoya” Patinkin.

 

En cualquier caso, que Homeland se plantee las consecuencias de los actos de sus personajes y lo que podría sucederles a éstos si se dieran los supuestos en los que la serie indaga, sólo puede ser algo bueno. Que la serie se tome su tiempo para ver cómo ha afectado el destape del caso Brody a la familia de éste (aunque parece afectar a todos menos al hijo pequeño) también es un acierto, pese a que la trama de Dana (Morgan Saylor) esté recibiendo, en mi opinión, una atención excesiva. Y la pregunta del millón es ¿dónde está el terrorista más buscado del mundo? ¿cometió él realmente el atentado en Langley? Bueno, eso son dos preguntas, pero de momento ambas tendrán que esperar pues no hay ni rastro del antiguo ex-marine y terrorista encubierto de Abu Nazir. Si les digo la verdad, me parece BIEN. La serie necesitaba una pausa de tanta acción desmedida y tanta trama loca (ese romance…). Era hora de poner los pies en la tierra y pensar con la cabeza. Parece que de momento la serie va por el buen camino. La cuestión es si lo guionistas sabrán mantener la sangre fría y seguir guiando la serie por estos derroteros o al final triunfará el despiporre y el desenfreno. Esperemos que no ocurra lo segundo.

 

A continuación os dejamos lo más destacado de estos dos capítulos:

 

A favor:

- Tramas más verosímiles que exploran las consecuencias de lo acontecido en las anteriores temporadas.

- La relación entre Dana y su madre, o cómo intentar cerrar las heridas abiertas.

- Saul luchando por no ensuciarse las manos y, por supuesto, su magnífica y sempiterna cara de póker.

- Carrie más loca que nunca.

- Quinn, ese hombre enigma.

- Que podamos descansar un poco de tanto Brody.

- El regreso de la mujer de Saul, Mira Berenson (Sarita Choudhury), esperemos que para quedarse.

- El mayor protagonismo de Dar Adal (F. Murray Abraham) (¿quién es realmente este hombre?).

- La conversación de Saul con la nueva agente de la CIA. Con velo incluido.

 

En Contra

- Peter Quinn, la máquina de matar, el hombre que está en todas partes, para el que las amenazas a sus superiores no conllevan consecuencia alguna.

- Demasiada Dana. Está bien conocer su punto de vista pero no transformemos la serie en un espacio patrocinado para sus neuras.

- Carrie más loca que nunca o como Claire Danes ha hecho de la sobreactuación la razón de ser de su personaje.

 

En Resumen:

 

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Crítica: ‘Gravity’ de Alfonso Cuarón /?p=86965 /?p=86965#comments Sun, 06 Oct 2013 10:34:12 +0000 Elisenda N Frisach /?p=86965 Continue reading ]]>

Se estrena en nuestras salas la última película de Alfonso Cuarón, un director que goza entre los aficionados de un prestigio a mi juicio un tanto desproporcionado, habida cuenta de lo exiguo de su producción y de los resultados finales de la misma. Lo cual no es óbice para admitir que, efectivamente, Y tu mamá también (2001) –el filme que lo lanzó a la fama–, es una obra inteligente y con buen pulso narrativo; o que, con diferencia, la mejor entrega de la saga de Harry Potter, Harry Potter y el prisionero de Azkabán (2004), lleva su firma; por no mencionar que, en Hijos de los hombres (2006), el realizador mexicano hace una incursión en la ciencia ficción tan alejada de la pirotecnia estéril de este tipo de propuestas que resulta más interesante que el 99% de los productos genéricos de Hollywood. Pero, en cualquier caso, hasta la fecha Cuarón es un autor más digno de tener en cuenta por lo que prometen sus cintas que por lo que a la postre ofrecen. Se diría que su filmografía se halla transitada por virtudes en un perpetuo estado de eclosión y que nunca acaban de concretarse definitivamente en una gran creación, capaz de lanzarle al Olimpo artístico.

 

La pregunta que conviene hacerse, por tanto, es si Gravity es justamente esa película que, por fin, aprovecha el talento de su máximo responsable. Y la respuesta, por desgracia, es no. De nuevo, ello no significa que estemos ante un filme fallido, pues cumple con los objetivos que se propone sobradamente (y que quedan ilustrados en el intertítulo que abre el relato); pero desde luego no es en absoluto una obra cuyas cualidades la hagan destacar por encima de otras creaciones de su género. Y que nadie se confunda: dada su aproximación minuciosa y realista a los acontecimientos que narra, así como la ausencia de especulación científica y/o sociológica, el género en cuestión es el del thriller.

 

Así, a lo largo de prácticamente la integridad del metraje, asistimos a la angustiosa lucha de su protagonista, la doctora Ryan Stone (Sandra Bullock), por sobrevivir en un entorno tan hostil para la vida como es el espacio. Dicha lucha se concreta en un guión endeble y plagado de tópicos ‒escrito por el propio director y de su hijo, Jonás Cuarón‒, donde la tensión se construye torpemente a base de una acumulación, al límite de la verosimilitud, de desastre tras desastre, lo que lamentablemente deja a Gravity demasiado cerca de las películas de catástrofes. En realidad, la originalidad de su trabazón narrativa reside exclusivamente en el hecho de llevar una situación vista hasta la saciedad a un contexto diferente, algo que resulta muy anecdótico y dice muy poco en favor de su trama.

 

Ante ello, lo que salva a Gravity de la más absoluta mediocridad es la elegancia, sutileza y habilidad de su realización, a parte de ser lo único que, en el fondo, la vincula un poco a la ciencia ficción (más allá, claro, de los simpáticos homenajes a clásicos del género que pueblan la cinta, léase Alien, el octavo pasajero, 2001: Una odisea del espacio, Wall.E, etc.). De ahí que la convencional intriga sea dotada por Cuarón de sentido de lo maravilloso mediante las imágenes que recogen la apabullante espectacularidad ultraterrenal ‒nunca mejor dicho‒ del paisaje visto desde el “Explorer” (y que, por cierto, hacen recomendable su visionado en 3D), y, sobre todo, gracias a la reflexión metafísica y existencial sugerida por las tres bellísimas metáforas visuales en torno a los respectivos “renacimientos” de la doctora Stone: su llegada a la Soyuz, que la acoge como si del útero materno se tratara; la pulsión de muerte freudiana y el instinto de supervivencia animal contrapuestos, con exquisita inteligencia, en el delirio y la vigilia a bordo de la cápsula de la EEI, y su salida nadando de la Shenzhou, hasta asentar sus pies sobre la orilla, en una clara alusión a la evolución de la vida en la Tierra.

 

Según lo expuesto, la cinta parece una respuesta más poética, “de autor”, de Apolo 13 (1995) de Ron Howard, al alejarse del elemento dramático que aquella priorizaba y dar preeminencia al componente de suspense, prodigio y trascendencia que propicia una situación tan inusual, y tan extrema, como la narrada en ambos filmes. Y puesto que se trata de un thriller irónicamente claustrofóbico y minimalista, no puedo evitar acordarme también de Buried (2010) de Rodrigo Cortés, una pieza muy similar a la de Cuarón, solo que en otro contexto ‒también hostil a la vida humana‒, y que, a diferencia de Gravity, partía de un guión que aprovechaba al máximo la potencialidad de su historia.

 

En definitiva, pues, más de lo mismo: habrá que seguir esperando todavía esa película en la que, por una vez, Cuarón no sea mejor que su obra. 6,5.

 

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Despedimos con pesar a ‘Los informáticos’ y recibimos con interés a ‘The Wrong Mans’ /?p=86557 /?p=86557#comments Tue, 01 Oct 2013 21:13:30 +0000 Salva Meseguer /?p=86557 Continue reading ]]> La cadena británica Channel 4 emitía el pasado viernes 27 de septiembre un capítulo especial de la sitcom Los informáticos (The IT Crowd). Este episodio, titulado “The Last Byte”, servía como despedida a una de las comedias británicas más divertidas e irreverentes de la televisión de los últimos años. Creada por Graham Lineham (Father Ted, Black Books) en 2006, cuando todavía la comedia catódica no había prestado atención al universo geekThe Big Bang Theory tardaría más de un año en aparecer en escena–, The IT Crowd no fue recibida entonces con el debido entusiasmo de la crítica; la misma que ahora llora su partida. Aunque no se les puede culpar del todo porque esta serie siempre ha sido difícil de etiquetar. El último regreso y cierre es un buen ejemplo de su personal concepto del humor y aportación al género.

 

Los chicos del departamento IT (information technology), situados en la planta más baja de una enorme empresa corporativa, continúan a día de hoy con sus dilemas cotidianos y esa rotunda habilidad que tienen para transformarlos en el más puro caos. Cómo si no explicar que Jen (Katherine Parkinson) convierta la comanda de un café con leche en una profuna experiencia sexual, y que al compartirla con su compañero Roy (Chris O’Dowd) se traduzca en un extraño trío con gatillazo incluido; cómo si no entender que Moss (Richard Ayoade) recupere la confianza en sí mismo vistiendo pantalones de mujer –con esa impagable escena en la cabina de teléfonos, homenaje al Superman de toda la vida–; cómo puede ser que aún haya una minoría con la que Roy no haya tenido problemas –en esta ocasión, la gente bajita: “Esto no es Juego de Tronos, no son una raza”–; y cómo es posible que los tres pretendan restaurar su buena imagen creando un spray de pimienta con aspecto de perfume. Como dice el propio Roy, consciente de su condición de personaje-catástrofe: “¿No tenéis la sensación de que las cosas que nos pasan son muy extrañas?”.

 

Este capítulo especial de 50 minutos fue un broche de oro que nos dejó a todos con ganas de más. No faltaron las sátiras sobre la velocidad a la que internet puede crear infamias, desprestigios y extrañas celebridades; o la falsedad tras los realitys que buscan favorecer a los desposeídos. Los fans asistimos a un buen número de autohomenajes –la caja que contiene internet–, algunos en la memoria del propio Roy –cuando viajó hasta Manchester como minusválido gay o  la noche que Moss pasó en el interior de una máquina de juego–. Y como cabía esperar, recuperamos las presencias de Douglas Reynholm (Matt Berry), el imposible presidente de la empresa, o la del gótico Richmond (un genial Noel Fielding), el misterioso empleado tras la puerta roja. Todo un alborozo que hizo que olvidáramos el tiempo transcurrido desde la última vez –¡¡más de tres años hacía que no rodaban un episodio!!–. La pena es que los compromisos laborales de Chris O’Dowd, ahora mismo muy solicitado en Hollywood, y Richard Ayoade, con una interesante carrera como director, hacen prácticamente imposible la continuidad de la serie. De hecho, el presente episodio es casi un concesión de los intérpretes para cerrar dignamente la comedia que los lanzó a la fama. Aunque quizá se lo piensen mejor, imiten a las Absolutamente fabulosas y tengamos un par de episodios cada diez años. Todo sería mejor que el total finiquito.

 

Para amortiguar el golpe de la inevitable partida, me he dejado cautivar por una nueva comedia británica, The Wrong Mans de la cadena BBC2. Un propuesta en las antípodas de Los informáticos, pero efectiva y muy cuidada visualmente –que siempre es un plus–. Creada por los propios protagonistas, los cómicos y actores Matthew Baynton (de Spy y Horrible Histories) y James Corden (de Gavin & Stacey), The Wrong Mans es una sátira del género thriller repleta de referencias cinematográficas –de Hitchcock a Tarantino, pasando por los hermanos Coen o el Sam Raimi de Un plan sencillo– y típico humor negro inglés. En realidad, esta nueva sitcom no se aparta del camino trazado por la serie Spy –reciente parodia de la películas de 007– o las comedias para televisión del tándem Simon Pegg y Nick Frost, con ciertos toques de Ricky Gervais y su insigne The Office. Es decir, es tan británica como el té de las 5 de la tarde o la afilada condesa dowager de Downton Abbey.

 

La trama, que se sigue en continuidad, gira alrededor de un cúmulo de casualidades. Sam Pinkett (Matthew Baynton) se dirige hacia su lugar de trabajo una fría mañana en el Real Condado de Berkshire. La noche anterior se la pasó de fiesta y tiene una buena resaca. Anda tan concentrado en sus pensamientos y absorto en la música de su iPod que no se percata de la presencia de un coche, que lo sigue a cierta velocidad, y provoca un aparatoso accidente. Tras ser interrogado por la policía y el consecuente traslado del herido en ambulancia, Sam vuelve a quedarse solo en la escena del siniestro. En ese preciso momento, suena un teléfono móvil en el suelo, probablemente propiedad del accidentado, y Sam corre a atender la llamada. Al otro lado del aparato, una voz amenaza la integridad de una mujer si el receptor no se atiene a las consecuencias. Todo indica que la esposa del individuo herido en el accidente está secuestrada por una banda de mafiosos que harán lo necesario para salirse con la suya. A su llegada al trabajo, Sam, acalorado, le cuenta a su compañero Phil (James Corden) lo sucedido, y éste, emocionado, le propone rescatar por cuenta propia a la desdichada víctima. El desorientado protagonista acaba aceptando, entre otras cosas, para recuperar la confianza de su ex-novia (Sarah Solemani)… Y todo esto sólo en los primeros minutos del episodio.

 

Una apuesta muy refrescante que espero se desarrolle con éxito y nos regale emoción y risas a cargo de esta peculiar pareja, todo un clásico del género desde los tiempos de Stan Laurel y Oliver Hardy o Abbott y Costello.

 

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Cerrando el telón: La vida sin ‘Breaking Bad’ /?p=86645 /?p=86645#comments Tue, 01 Oct 2013 10:22:39 +0000 Jesús Acosta /?p=86645 Continue reading ]]> Que Breaking Bad tiene una importancia histórica ya lo dejamos claro hace escasos días, pero es difícil no repetirlo una vez más tras contemplar la rotundidad y absoluta maestría con la que Vince Gilligan y su equipo han sabido cerrar la serie en su último episodio, de nombre Felina. Anagrama de “Finale”, pero también referencia directa a la canción western “El Paso” que puede oírse dentro del coche que Walt roba en New Hampshire y también, para más señas, es la misma canción que Walt tararea cuando está montando la ametralladora. La canción narra la historia de un cowboy que se enamora de una mujer llamada Felina, pero al final recibe un disparo y muere en brazos de su amada, ¿os suena? Exacto, tras ver el final de la serie, no es difícil unir los metafóricos hilos entre el tema de Marty Robbins y la historia de Walter White.

 

Felina siempre ha sido la protagonista para Walt, tanto que su última mirada va dirigida a ella. Con una sonrisa en los labios, con la tranquilidad de alguien que sabe que ha logrado su objetivo, que ha cerrado el círculo y que ha atado todos los cabos sueltos, Walter White cierra los ojos rodeado del sonido de sirenas, pero con una sintonía muy distinta en su cabeza. En cierto modo ha ganado. Ha vencido a sus enemigos, ha vencido (de algún modo) al cáncer y su familia recibirá finalmente el dinero por el que Walt ha trocado tantas partes de su alma. Ha ganado, pero ha perdido al mismo tiempo. Y ha perdido tanto que esos últimos momentos de despedida duelen en carne viva. El adiós a Skyler (y a Holly), a Walter Jr y a Jesse. Sobre todo a Jesse. Porque después de todo lo que ha pasado entre ellos no quedaba nada más que decir; acabar o marcharse. Y todos sabíamos que Jesse no era capaz de hacerlo. Que no iba a ser capaz de  hacerlo. Al final Walt se fue a su modo. Sin esposas, con una bala en el pulmón y una sonrisa en los labios. Una bala que salvó a Jesse una vez más y una sonrisa de triunfo, dulce, pero sobre todo amarga.

 

Vince Gilligan y todo el equipo de Breaking Bad lo lograron finalmente. Esta vez sí, una victoria completamente dulce que ha ido ganando adeptos poco a poco, año tras año, capítulo tras capítulo. Que ha pasado de ser “esa excelente serie oscura y de tapadillo” que un amigo te recomienda a convertirse en un fenómeno social sin precedentes. El último episodio consiguió una audiencia de 10.3 millones de espectadores. Granite State, el episodio anterior, reunió delante de la pantalla de la cadena de cable AMC a 6.4 millones de personas. Estas cifras son impresionantes para este tipo de plataforma. Y estamos hablando de una serie que empezó con una audiencia muy modesta, de una serie que, sobre el final de la cuarta temporada (sí, la cuarta), enganchaba frente a la televisión a “tan sólo” 1.9 millones de espectadores. Lo que por entonces era considerada una buena cifra para la serie ha sido pulverizado en los últimos episodios contra todo pronóstico de los creadores y la cadena que han dado vida a esta inolvidable historia.

 

Ayer era imposible abrir un medio informativo en internet sin encontrarte a Walter y a Jesse en primera página. El domingo, durante la emisión del último episodio en el Hollywood Forever Cementery, todo el público se levantó y aplaudió largo y tendido tras los créditos finales. Si hay algo más adictivo que la droga del señor White es la propia Breaking Bad. Todos hemos contenido la respiración con la última confesión de Walter a Skyler, su última mirada a Walter Jr o el adiós definitivo a Jesse. La finale lo tenía todo, todo aquello que hace que Breaking Bad sea Breaking Bad. Incluso se dejaron caer por allí Skinny Pete y su compinche Badger en una memorable escena que aliviaba la tensión que momentos antes habíamos vivido en la lujosa casa de Elliot y Gretchen, con un Walter terrorífico pero también divertido: “si vamos a seguir ese camino, Elliot, vas a necesitar un cuchillo más grande”.

 

Breaking Bad se despedía el pasado domingo como lo que siempre ha sido. Como un western que es también una novela negra, un drama duro, sin concesiones, una historia de promesas incumplidas  y corazones rotos, de vidas desgarradas y de cambio. Sobre todo de cambio. La química es la historia de la transformación, como bien decía el señor White en una de sus clases, y la química es la vida misma. Si no, que se lo pregunten a Walter. Su epopeya lo ha llevado por los derroteros más oscuros del alma humana, a casi desaparecer bajo el manto y el mítico sombrero de Heisenberg. Y a renacer bajo algo nuevo cuando todo parecía ya acabado. A recorrer, a dar los primeros pasos si cabe, en el camino hacia su propia redención. A dejar de mentirse a uno mismo  y a los demás (“Lo hice por mí, todo lo que hice, lo hice por mí. Y me gustó. Me sentía vivo”). Y a darle a Jesse la elección final. Y una oportunidad. Una oportunidad para empezar de nuevo. Me gustaría creer que ese coche hará una última parada en la casa de Andrea. Que Brock y Jesse podrán ayudarse el uno al otro. Quizás. Sólo quizás. Que Jesse pueda llegar a tener aquello que deseaba, aquello que Walt tenía y que daba por sentado. Una familia. Alguien a quien a amar y a ser, a su vez, amado.

 

Walter murió reflejado en el metal de lo que conocía. De lo que amaba. Con una bala de su propia arma. Sin Mr White. Sin Heisenberg. Pero con el fantasma de ambos dando el último golpe. Su mundo no volverá a ser el mismo. Y el nuestro tampoco. Vince Gilligan y los suyos obraron el milagro. Construyeron la historia perfecta. Perfectamente narrada y perfectamente adictiva. Humana y emotiva. Divertida y cruel. Triste y dulce al mismo tiempo. Al final, todo estaba en la química.

 

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Reseña TV: ‘Masters of Sex’ (Showtime) /?p=86561 /?p=86561#comments Mon, 30 Sep 2013 14:26:40 +0000 Salva Meseguer /?p=86561 Continue reading ]]> La nueva serie de Showtime cumple las expectativas y se convierte en el estreno más prometedor de la temporada.

 

Uno de los debuts televisivos más esperados de este 2013 era, sin duda, Masters of Sex, serie basada en la biografía de Thomas Maier sobre dos pioneros en el estudio de la sexualidad humana, el doctor William Masters y su colega Virginia Johnson. La cadena Showtime (Homeland, Dexter, Shameless) estrenaba ayer domingo el capítulo piloto de esta nueva ficción protagonizada por Michael Sheen (The Queen, Frost/Nixon) y Lizzy Caplan (Despedida de soltera) como la revolucionaria pareja protagonista. Masters y Johnson estudiaron, desde 1957 hasta la década de los 90, tanto la fisiología como la psicología de la sexualidad y, por primera vez –a diferencia de los famosos informes Kinsey–, sus análisis no se basaban en entrevistas sino en la observación directa y medición de las conductas sexuales de los cientos de voluntarios que reclutaron para los experimentos. Masters of Sex nos sitúa en los albores de la investigación, en las dificultades e impedimentos que sufrió la iniciativa –muy escandalosa para la época– y en el preludio de la relación personal entre el prestigioso ginecólogo (Masters) y la trabajadora social (Johnson).

 

Así pues, la serie está ambientada (magníficamente, por cierto) en la Norteamérica de finales de los años 50, cuando la mujer tenía como únicas opciones ser florero o secretaría. Estamos en la era Eisenhower y la liberación sexual tendrá que esperar hasta los movimientos contraculturales de los años 60. En esa época, alguien como Virginia Johnson (Caplan) –divorciada en 2 ocasiones, madre soltera de dos niños y muy dueña de sus propios apetitos– debía ser una rara avis entre las de su especie. No es ilógico que el doctor Masters (Sheen), interesado científicamente en los hábitos coitales de sus semejantes, se fijara en esta joven librepensadora y avanzada a su tiempo. Ambos fuerzan el encuentro y no tardan en convertirse en un tándem inseparable. No obstante, William está casado y empeñado en tener hijos con su esposa Libby (Caitlin Fitzgerald), una mujer más convencional que vive en un estado de culpa perpetuo al creerse responsable de los problemas de fertilidad que sufre el matrimonio –en realidad, el miembro estéril de la pareja es el propio William Masters, quien sabedor oculta cruelmente esta información a su cónyuge–. Virginia, por su parte, tras dos uniones fallidas, prefiere la compañía de amantes, como la del doctor residente Ethan Haas (Nicholas D’Agosto), que se enamora sin poderlo evitar de la emancipada secretaria del doctor Masters.

 

Todo está listo y preparado para que Showtime tenga su propio Mad Men. Y es que aunque las comparaciones son odiosas, en algún que otro caso resultan inevitables: los años 50, hombres con éxito profesional, mujeres precursoras, tensión sexual en el trabajo e idéntico ritmo narrativo. Por si fuera poco, la serie cuenta con la experta mano de los directores Jennifer Getzinger y Phil Abraham, responsables de la puesta en escena de algunos de los mejores episodios de Mad Men (“The Suitcase”, “The Other Woman”…). Y para redondear la propuesta, Showtime ha solicitado la colaboración de cineastas de renombre, como John Madden (Shakespeare in love, El exótico Hotel Marigold), que se ha hecho cargo del capítulo piloto, o Michael Apted (Gorilas en la Niebla, Nell), y de autores consagrados, como el escritor Michael Cunningham, ganador del premio Pulitzer por la novela Las horas, que firma uno de los guiones de esta primera temporada.

 

Sin embargo, la verdadera responsable de Masters of Sex es la guionista y productora Michelle Ashford (The Pacific y John Adams) que, a juzgar por los primeros episodios, podría aspirar a ocupar un puesto de honor en la lista de grandes creadores de ficción dramática para televisión (Matthew Weiner, Vince Gilligan, David Simon, Alan Ball, David Chase, Aaron Sorkin…), hoy por hoy, en su mayoría hombres. Como la audaz protagonista de Masters of Sex, Ashford sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. El arranque de la serie es sin duda modélico aunque, en mi opinión, algo falto de sutileza e ironía, y muy limitado en sus posibles líneas argumentales. Pero contiene buenas dosis de humor, drama, conflictos propios de la época, ingeniosos diálogos, secundarios de lujo –Beau Bridges (Cinco hermanos), Allison Janney (El ala oeste de la Casa Blanca), Margo Martindale (Justified, The Americans) o Ann Dowd (Compliance)–, dos protagonistas perfectamente ajustados a sus papeles –en especial Lizzy Caplan, que es puro carisma– y el toque morbosillo a cargo del erotismo –no podría llamarlo sexo aunque quisiera– de los esforzados voluntarios, entre los que destaca la maravillosa Annaleigh Ashford como la prostituta Betty DiMello, toda una “robaescenas”.

 

En definitiva, Masters of Sex cumple en sus primeros episodios las expectativas depositadas en ella, se convierte en el estreno más prometedor de la nueva temporada televisiva, y aspira a divertirnos y conmovernos con los descubrimientos de una pareja que hizo de la ruptura de los tabúes una causa necesaria. 7,5.

 

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Reseña TV: ‘What Remains’ (BBC1) /?p=86504 /?p=86504#comments Sun, 29 Sep 2013 17:50:55 +0000 Salva Meseguer /?p=86504 Continue reading ]]>

Enigmático y angustioso relato de suspense que reflexiona sobre la soledad, la vejez y la violencia cotidiana en nuestra sociedad de hoy.

 

¿Qué ocurriría si una cadena de televisión le encargara al director Michael Haneke (Amor, Funny Games) una miniserie de suspense con una trama al estilo Agatha Christie? Pues que el resultado se parecería bastante a What Remains, inquietante ficción que estrenaba a finales de agosto el canal público británico BBC One. De entrada, la estructura argumental recuerda sobremanera a las elaboradas por la maestra de la intriga: el hallazgo de un cadáver, la sospecha sobre un posible asesinato, un detective instintivo y añejo, y un grupo de sospechosos que van revelando, a medida que avanza la narración, sus motivaciones y vinculación con la víctima. Pero What Remains aspira y consigue ser mucho más: un relato angustioso sobre la soledad en nuestros tiempos, con especial atención hacia los marginados sociales y los ancianos, amén de reflexionar sobre los pequeños terrores cotidianos, aquellos que pueden suceder de puertas adentro de cualquier vivienda (malos tratos, abusos, relaciones vejatorias…). En ese lugar común es donde el guionista Tony Basgallop (Inside Men, Hotel Babylon) y la directora Coky Giedroyc (The Hour, Spies of Warsaw) se encuentran con algunas constantes temáticas del cineasta austríaco, dando pie a un excelente policíaco que no teme profundizar en los terrenos más oscuros del alma humana. What Remains es misteriosa y enigmática como ficción, pero también melancólica, desoladora y claustrofóbica.

 

La historia nos sitúa en un típico edificio inglés de apartamentos. Una joven pareja, Michael (Russell Tovey, de Him & Her o Being Human) y su embarazada novia Vidya (Amber Rose Revah, de La Biblia), se traslada a uno de los pisos de la mencionada vivienda. Durante la mudanza, una molesta gotera les conduce hasta el ático. Allí encuentran el cadáver de una antigua inquilina, Melissa Young (Jessica Gunning), en avanzado estado de descomposición. Al parecer, ninguno de los vecinos del inmueble había notado la ausencia de la fallecida, una mujer con sobrepeso entre los 25 y los 30 años. Esta extraña circunstancia suscita en el detective Len Harper (David Threlfall, de Shameless) múltiples interrogantes. Sin embargo, tanto misterio puede quedar sin resolver ya que el inspector se encuentra a una semana de la jubilación y, para más inri, sus compañeros traducen estas sospechas como una negativa al retiro profesional.

 

Obstinado y cada vez más convencido de que la muerte de Melissa Young es, en realidad, un asesinato, Harper continúa sus investigaciones ocultando que ya no forma parte del cuerpo de policía. Así descubrirá que los vecinos de la víctima, que argumentaban no conocer apenas a la fallecida, sostenían con ella mayores vínculos de los confesados en un principio, que todos tenían motivos para el asesinato y que cada uno de ellos escondía (y esconde) oscuros secretos tras la puerta.

 

En esta especie de perturbador ¡Aquí no hay que viva! a la británica, la cuidada planificación convierte al edificio en un personaje más, que observa en silencio la conducta de quienes lo habitan. La soledad que infunde cada pasillo vacío, cada estancia inhóspita, es casi dolorosa. Y es necesario que sea así porque el tema central no es otro que el aislamiento, la incomunicación. Todos los personajes temen su propio destierro: el inspector Harper sabe que su retiro profesional le condena a estar solo con sus pensamientos;  Joe (David Bamber, de The Hollow Crown), el viejo de profesor de matemáticas que vive en la planta baja, quiere que alguien cuide de él a cualquier precio; Elaine (Indira Varma, de Un mundo sin fin) intuye que su novia Peggy (Victoria Hamilton) planea abandonarla para siempre; Kieron (Steven Mackintosh, de Luther) sabe que la bebida acabará por alejarle de su familia; y en el centro, la más trágica de estas historias cotidianas, la de la difunta Melissa Young, una muchacha retraída cuya falta de autoestima la lleva a tener extraños compañeros de cama y “amistades peligrosas”. Todos ellos se defienden de sus frustraciones a mordiscos, aunque casi siempre reciben la peor parte los incomprendidos ancianos y los marginados –las hirientes burlas al profesor o a la obesa protagonista te golpean sin concesiones–.

 

Sorprende que BBC1 haya apostado en su franja dominical por una serie como ésta, de tonalidades decididamente amargas y con un final tan catártico y controvertido –que obviamente no destriparé–. Al mismo tiempo, también estamos hablando de un relato de suspense en el sentido clásico, uno que no se traiciona a sí mismo ni al espectador. 8.

 

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