CRÍTICA| Jane Eyre

Adaptar una novela que ha sido infinidad de veces trasladada a la gran (y pequeña) pantalla no debe ser tarea fácil. Encontrar aquello que una nueva versión puede aportar a una historia mil veces contada sería la clave para triunfar en este difícil reto. Pero Cary Fukunaga, autor de la solvente Sin nombre (2009), prefiere caminar con Jane Eyre a contracorriente y se mantiene fiel a la obra original, tratando de encontrar la pertinencia entre sus páginas, la inspiración en los pasajes escritos por la propia Charlotte Brontë, en un ejercicio respetuoso y apasionado al mismo tiempo. Y el resultado es la mejor adaptación que se haya hecho nunca sobre este complejo libro, superior incluso a la película de 1944 de Robert Stevenson protagonizada por Joan Fontaine y Orson Welles, Alma rebelde.

La clave del éxito reside en mantener intacto el sentido trágico, romántico y gótico del relato de la autora decimonónica, pero no desde el estereotipo encorsetado. Fukunaga se sumerge en el espesura emocional de la novela y extrae toda su humanidad. Se deshace de los rancios arquetipos para encontrar la verdad de sus personajes, que se explican por sí solos, sin subrayados. Y contribuye, de forma notoria, con una ambientación de tono naturalista donde lo misterioso ocupa el escueto lugar que le corresponde.

jane-eyre-2011-movie

La historia de la huérfana Jane Eyre presenta diversos obstáculos que el director de Sin nombre ha sorteado con bastante fortuna. Por un lado, la desgraciada infancia de la protagonista ha sido siempre retratada con tintes dickensianos incidiendo en las crueldades del hospicio, en busca de la empatía fácil. Pero el presente cineasta lo resuelve con apenas tres escenas -castigo, amistad truncada y la fría partida- sin cargar en nada las tintas, para narrar -ejemplarmente- la severa educación y su influencia en la formación del carácter imperturbable de Jane. De la misma manera, se trata de una historia de amor imposible, pero en ningún caso con intenciones sensibleras y cursis. La imposibilidad está relacionada con la posición social de la protagonista y, en cualquier caso, ella decide en última instancia su propio destino como clara reivindicación feminista, presente también en la novela.

jane-eyre-2011_18

Pero de nada serviría sacudirse estos obstáculos si no consiguiera plasmar en imágenes una de las claves del relato: la evidente tensión sexual entre la institutriz Jane Eyre (Mia Wasikowska) y su patrón el señor Rochester (Michael Fassbender). Algo que ya percibimos desde su primer encuentro en el bosque; por una sola vez encantado, presagio de la futura relación -de naturaleza enigmática- entre ambos. Cada una de sus conversaciones y encuentros están teñidos de desasosiego y anhelo. Un ser puro y de convicciones rigurosas frente a otro envilecido por un destino que siente cruel y asfixiante. La atracción es inevitable y la química en pantalla, entre Wasikowska y Fassbender, innegable.

Ambos realizan, en mi opinión, sus mejores interpretaciones hasta la fecha. El grado de contención del que hace gala la joven Mia Wasikowska, roto por momentos de insostenible desesperación o de iluminada felicidad, es una delicada y sutil labor de composición al alcance de muy pocas actrices de su generación. Pero el reto más complicado del film lo tenía Michael Fassbender, que ha conseguido que olvide al Orson Welles de la cinta de 1944. Su oscuro y torturado Edward Rochester -el anti-príncipe azul- eleva la película en cada una de sus intervenciones. La dureza de sus ademanes e infranqueable presencia no impiden mostrar su angustioso mundo interior y la absoluta fragilidad de su espíritu. Pero no están sólos, también aparecen Judi Dench y Jamie Bell, perfectos en sus roles, la magnífica fotografía de Adriano Goldman, la evocadora música de Dario Marianelli y el inspirado vestuario de Michael O’Connor. Un película para disfrutarla con todos los sentidos. 8/10.

Esta entrada es patrocinada por Actimel. Te invitamos a descubrir cómo Actimel ayuda a tus defensas a estar fuertes día tras día.