DE AUTOR | El caballo de Turín

La génesis de El Caballo de Turín (A torinói ló, 2011), canto del cisne del húngaro Béla Tarr, se remonta al año 1985, más concretamente a una célebre anécdota recordada por el escritor László Krasznahorkai, con el que el director colaboraría en las películas La Condena(Kárhozat, 1988), Sátántangó (1994), Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000), El Hombre de Londres (A londoni férfi, 2007) y, claro está, la obra que aquí nos ocupa.

La anécdota hacía referencia, por supuesto, a la reacción del filósofo Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) un 3 de enero de 1889 al ver a un cochero azotar, de forma inmisericorde, a un pobre caballo que no podía seguir arrastrando la abusiva carga que le había sido impuesta. El pensador, que ya atravesaba el ocaso de su lucidez mental, corrió hacia el animal y lo abrazó con actitud protectora, pidiéndole disculpas en nombre de la humanidad por la crueldad humana. Esta tan reacio el filósofo a soltar al animal que tuvo que acudir la policía, alertada por el desorden público provocado, a solucionar el asunto. Sin embargo, no fue hasta que llegó el regente de la pensión turinesa en donde se alojaba Nietzsche que éste accedió a soltar al animal, entre lágrimas, siendo arrestado inmediatamente después.

Al recordar dicha anécdota Tarr tuvo muy claro que, de los dos destinos, era el del animal, y no el del filósofo, el que albergaba un mayor interés para él. ¿Qué fue de aquel pobre animal tras aquel suceso? Esa inquietud le llevaría, veinticinco años después, a reimaginar la vida del caballo, y también, evidentemente, la del dueño y su hija, en El Caballo de Turín, obra que marca, además, el adiós al cine de este prestigioso autor europeo que debutó hace más de treinta años en el formato largometraje con el filme Nido Familiar (Családi tüzfészek, 1979). Y se despide con una obra magistral que compendia todas y cada una de las bases de su peculiar universo fílmico (yermos paisajes asolados por los elementos y retratados en un sublime blanco y negro, agónicos planos-secuencia, personajes sumidos en un abismo existencial…), elevándolas a su máxima expresión.

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Ya su mismo arranque es toda una declaración de intenciones, un maravilloso plano-secuencia de unos 6 minutos de duración, coreografiado en una alternancia de planos generales y medios, travellings laterales y frontales e incluso también algún que otro plano en ligero contrapicado en donde ya se nos revela que el caballo es el verdadero protagonista del relato, si bien los planos generales, en donde también podemos ver al dueño, un hombre mayor interpretado por János Derzsi, sugieren el estrecho vínculo que unirá el destino de ambos personajes. De este modo una escena tan aparentemente trivial como la de un anciano conduciendo un viejo carro tirado por un caballo adquiere una semántica especial que vaticina, igualmente, los derroteros por los que discurrirá la película durante sus dos horas y veinticinco minutos de duración.

Estructurada en alrededor de una treintena de largos planos en donde parece como si apenas tuviera cabida la elipsis como recurso narrativo, Tarr nos disecciona, durante seis días, la rutina cotidinana de esa particular familia formada por el animal, el dueño y su hija (Erika Bók), los cuales serán, durante la mayor parte del relato, los únicos personajes mostrados en pantalla. Esa austeridad de recursos se extrapola igualmente a los escenarios, dado que la mayor parte de la historia transcurre en el interior de una casa de la que nuestros protagonistas parecen estar abocados a no poder salir, como si estuvieran constreñidos por algún tipo de fuerza ignota tal y como ya sucediera en la genial El Ángel Exterminador (1962) de Luis Buñuel. Y es que, en el momento en el que el equino se niega a salir del cobertizo y seguir tirando del carro en dirección al pueblo, el dueño y su hija se ven impelidos a permanecer encerrados en su granja, mientras, en el exterior, la naturaleza salvaje y exaltada anticipa el desencadenamiento del mismísimo apocalipsis.

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¿Qué mal aflige al animal para no querer salir, como si hubiera perdido la ilusión por vivir, por moverse, por alimentarse, como si estuviera resignado a su destino y se limitada a esperar el fin de sus días? Esa apatía contagia progresivamente a sus dueños, víctimas de la insufrible monotonía de sus quehaceres diarios. Cada día asistimos al mismo ritual, cuya exasperante reiteración termina por desproveerlo de contenido alguno: la hija se levanta, va al pozo a por agua, cocina patatas, despierta a su padre y lo viste (ya que uno de los brazos del hombre está paralizado)… los protagonistas intentan encontrar algo de sentido a sus vidas en estos pequeños gestos… sin embargo, cada día que pasa se convierten en algo más agónico y desesperanzador, un recuerdo de su propia mortalidad y del aterrador vacío de dichas vidas.

Frente a la parquedad de diálogos en el interior de la casa durante la práctica totalidad de la película, interrumpida ocasionalmente por la visita de algún que otro pintoresco personaje, en el exterior el encolerizado viento ulula con demencial persistencia, sobrecogiéndonos con la misma intensidad que en aquella gran película silente de Victor Sjöström titulada, precisamente, El Viento (The Wind, 1928). El entorno hostil y desatado sirve para acentuar la sensación de soledad y futilidad que impregna la vida de los protagonistas, abocados a un silencio martilleante, una impenetrable oscuridad y, en definitiva, la total privación de los sentidos. El ambiente se torna, así, cada vez más claustrofóbico y agobiante, de modo que la mecánica cotidinanidad deviene algo cada vez más insorportable, exprimiendo a los protagonistas hasta convertirlos en apáticos zombis que parecen moverse por inercia mientras duran los recursos.

De este modo Béla Tarr consigue representar la insoportable pesadez del ser y de la existencia, arropado por una magistral fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen que escenifica los inútiles y trágicos intentos de una luz cada vez más mortecina por resistir el inexorable embiste de la más ominosa oscuridad. Igualmente merece nuestra atención la fúnebre composición para órgano y cuerda de Mihály Vig, sustentada en un agonizante ostinato que potencia la mecánica rutina del día a día de los protagonistas, a la vez que anticipa, cual macabra mortaja sonora, lo que les depara el futuro. Y cuando el pozo se seca y la lánguida llama se consume, sólo queda resignarse a lo inevitable y entregarse al vacío. 9/10.

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Luis Rodríguez es autor del blog El Gabinete del Doctor Lynch