CRÍTICA| Trance

Ante una película estrenada, tendemos a olvidarnos de que el cine es un arte colectivo en el que la esencial labor de dirección va más allá de la mera ordenación de los talentos individuales; o al menos así tendría que ser en cualquier cinta con voluntad de perdurar en el tiempo. Dicho “más allá” es lo que define esa cualidad inmaterial que permite calificar una obra con el apelativo “de autor”. Y que nadie se confunda: ello es tan aplicable a filmes minoritarios y de narrativa anticonvencional como a películas adscritas al estándar fílmico más común y surgidas de cualquiera de los estudios major de Hollywood.

 

Porque una obra es “de autor” cuando en ella hay un calado y/o una intencionalidad que sabe concretizarse satisfactoriamente a través de las diferentes instancias discursivas. Y cuando ello no sucede, cuando la ambición supera al talento o, sencillamente, no se desea nada más que recaudar taquilla, entonces estamos ante creaciones fallidas o mercantilistas que terminan moviéndose por el resbaladizo filo entre el arte, la artesanía y la industria del entretenimiento.

 

Esto es lo que acontece, justamente, a Danny Boyle, un realizador al que no se le puede negar su capacidad para “armar” brillantes artilugios visuales y que, sin embargo, carecen del adecuado engarce entre la forma y el fondo para lograr que trasciendan más allá de su ingenioso envoltorio. Quizás por esa razón, su mejores trabajos sean aquellos adscritos al cine de género, léase 28 días después (2002) o Sunshine (2007), dado que ello le impone una casuística determinada que contiene su tendencia al abigarramiento de las imágenes y permite que sus habituales ‒y comerciales‒ happy end se inserten de una forma mucho más natural que en sus filmes dramáticos.

 

En esta línea, Trance es una nueva muestra de que Boyle (igual que acontece con la filmografía de Ridley y Tony Scott) debería limitarse a hacer cintas de género y, con suerte, lograr algún día algún clásico; porque de otro modo seguirá haciendo pastiches postmodernos de una deslumbrante pirotecnia visual pero totalmente hueros, que caerán, y con justicia, en el olvido.

 

En realidad, Trance compendia todos los defectos acumulados en la carrera del director británico sin que en este caso la película sea parcialmente redimida por la solidez de su guión ‒como en Transpotting (1996) o La playa (2000)‒ o el ritmo del relato ‒como en Slumdog Millonaire (2008)‒. Por el contrario, el filme cuenta, para empezar, con uno de los argumentos más inverosímiles que han sido llevados a la gran pantalla, expresado asimismo por medio de unos diálogos afectados que cometen de forma repetida el error de manual que ha de evitar todo guionista: que los personajes actúen en contra de su propia caracterización para servir a los intereses argumentales del conjunto. Ello, combinado con el colorismo preciosista y asfixiante de la fotografía de Anthony Dod Mantle y el inapropiado ‒y redundante‒ uso de la música de Rick Smith, así como con esa realización exhibicionista y autoconsciente característica de Boyle (no han transcurrido ni cinco minutos del metraje y Trance ya acumula un sinfín de efectistas recursos visuales carentes de justificación narrativa alguna), dan lugar a una pieza engolada y tediosa, más preocupada por sorprender al espectador (o por intentarlo) que por contar coherentemente una historia.

 

¿Y qué historia es esa? Pues el trance hipnótico al que debe ser sometido su protagonista, Simon (James McAvoy), víctima de una amnesia parcial, para intentar saber dónde escondió el cuadro que robó de la casa de subastas en que trabaja; un golpe planeado y ejecutado en connivencia con una banda de ladrones profesionales dirigida por el calculador Franck (Vincent Cassel), que acuden a la psicóloga y mentalista Elisabeth (Rosario Dawson) para que les ayude a destrincar los recovecos de la dañada mente de Simon.

 

Obviamente, semejante punto de partida propicia un juego constante entre la realidad y la ficción que Boyle resuelve de forma tosca, limitándose a acumular secuencias con raccords bruscos y montaje alterno que nos informan del carácter irreal de lo expuesto. Y si bien no es menester que, en este sentido, Trance tenga la magistral cualidad pesadillesca de la filmografía de David Lynch ni el onirismo de grandes obras como El año pasado en Marienbad (1961) o Providence (1977) de Alain Resnais, al menos podría contar con la inteligencia narrativa y la enjundia temática de Memento (2000) u Origen (2010) de Christopher Nolan; y traigo a colación esta última película no por causalidad, ya que Trance guarda muchos puntos en común con ella, dado que igualmente es una mixtura de heist movie con indagación psicológica, aunque Origen revele en todo momento la perspicacia y la premeditación, diríase que “científicas” y “antropológicas”, habituales en el cine de su autor, y Trance, en cambio, una concepción pueril de la originalidad.

 

Terminado el visionado de la pieza, y sobre todo ante su final, el espectador casi se pregunta si no ha asistido a una comedia romántica lisérgica; y es que, por lo que respecta a las relaciones interpersonales, a la postre las verdaderas desencadenantes de la trama, Trance cae en el más absoluto de los ridículos. Por todo ello solo cabe decir que estamos ante un auténtico disparate del que exclusivamente se puede salvar la esforzada interpretación de Rosario Dawson y, sobre todo, la de James McAvoy, quien, a diferencia de sus compañeros de reparto, logra hacer creíble un personaje mal planteado, mal escrito y mal resuelto. 2/10.

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