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Aunque Django desencadenado es el primer western de Quentin Tarantino, en realidad, buena parte de su filmografía acusaba ya influencias de dicho género, desde Reservoir Dogs (1992) y Pulp Fiction (1994) hasta Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) y, por supuesto, Kill Bill (2003-2004). Al fin y al cabo, el cine de Quentin se ha caracterizado siempre por esa vistosa cornucopia de guiños y homenajes a un sinfín de géneros minoritarios, desde el heroic bloodshed de John Woo al wuxia pian, el kung fu, el blaxploitation, el grindhouse y, por supuesto, el spaguetti western.

Todos ellos, por cierto, comparten la peculiaridad de ser géneros denostados, habitualmente, por la crítica “seria” a causa de sus generosas dosis de violencia y erotismo. Y ya se sabe, el cine violento ha servido siempre de chivo expiatorio al que culpar de todos los males de este mundo. Desgraciadamente, esto es algo que Quentin Tarantino sabe demasiado bien, puesto que, por algún absurdo motivo que jamás llegaré a comprender, cada vez que se estrena una nueva película suya se reactiva ese maniqueo (a la par que fariseo) debate sobre la violencia en el cine, como si el director tuviera que rendir cuentas a la opinión pública y justificar, en todas aquellas entrevistas a las que presta, por qué sus películas son tan violentas.

En cualquier caso, no resulta del todo extraño por qué, dentro un género de idiosincrasia tan genuinamente norteamericana como es el western, los gustos de Quentin se hayan inclinado siempre hacia su ramificación más europea, dado que el spaguetti de directores como Sergio Leone o Sergio Corbucci se ha caracterizado siempre por ser mucho más sucio, visceral, violento e incluso políticamente incorrecto (en otras palabras, más grindhouse) que los pulidos y prestigiosos westerns de John Ford o Howard Hawks. La gran peculiaridad de esta nueva propuesta de Tarantino está en su reformulación de los códigos y convenciones asociados a dicho cine, adaptándolos e integrándolos en su iconoclasta forma de entender el cine para ponerlos al servicio de una historia ambientada en uno de los momentos más funestos de la historia de los Estados Unidos, siete años antes de la abolición de la esclavitud.

Esta decisión, por supuesto, también le ha acarreado al director alguna que otra crítica por parte de algunos que consideran que el tema de la esclavitud en Norteamérica es lo suficientemente serio como para no merecer una “revisión” cínica e hiperviolenta en clave de spaguetti western. Uno de esos detractores ha sido precisamente el director afroamericano Spike Lee, el cual se ha negado públicamente a ver la película, condenándola como una “falta de respeto a sus ancestros”. Una interpretación algo extremista y, bajo mi punto de vista, también errónea del filme de Tarantino, el cual, y a diferencia de Malditos bastardos, en esta ocasión se abstiene de “reinventar la historia” para ceñirse, en la medida de lo esperable en una ficción como ésta, al contexto histórico en el que se enmarca la película, mostrando el “negocio” de la esclavitud en toda su deleznable crudeza y permitiéndose, incluso, alguna que otra concesión al humor para ridiculizar a los racistas y esclavistas.

El gran mérito de Tarantino como cineasta es que consigue insuflar de cinefilia cada fotograma de todas sus películas sin permitir que todo ese cocktail referencial fagocite su propia (y muy definida) personalidad como director. Su cine consigue además el milagro de evocar y celebrar la serie B de la que bebe pese a lo relativamente holgado de los presupuestos que suele manejar. Y, a diferencia de otros fallidos y mediocres amagos de reivindicación de géneros “marginales” tales como El hombre de los puños de hierro (RZA, 2012) o Machete (Robert Rodriguez, 2010), las películas de Tarantino constituyen, casi siempre, una lección de buen cine, de ahí que cada nueva película que estrena sea un motivo más que justificado para la celebración, incluso cuando los resultados no llegan a estar a la altura de las expectativas, como ha sido el caso en Django desencadenado.

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